La desaparición forzada en Guatemala no es un hecho del pasado. Es un crimen de lesa humanidad de carácter imprescriptible instaurado en América Latina, que también permanece vigente por su continua utilización como mecanismo de control social y dominio político; así como por la impunidad que persiste sobre los hechos cometidos y que hoy se expresa, entre otras cosas, en la reconfiguración de las estructuras de poder que articularon, financiaron y callaron estos crímenes.
Tras la desaparición forzada se quiso instaurar el miedo en la 
población para desarticular los procesos organizativos, negar información sobre 
el paradero de las personas desaparecidas, su propia existencia y la de sus 
procesos políticos transformadores. 
Tampoco es casual que quienes transitamos en su búsqueda, nos 
encontráramos exigiendo la devolución con vida de nuestros seres queridos en el 
destacamento militar o en la estación de policía. 
Muchas fueron y son las evidencias que obligan a ligar este delito al 
terrorismo de Estado, pues fue perpetrado mediante planes estatales, 
milimétricamente diseñados para quitar de en medio a quienes fueron considerados 
“enemigos internos”, como el Plan de Campaña Victoria 82, el  Firmeza 83 o, el mismo Manual de Guerra 
Contrainsurgente; así como documentados en el hoy conocido como Diario Militar; 
hechos que hoy mutan en otras formas de represión como la militarización del 
pensamiento y la vida cotidiana, la imposición del Estado de Sitio, los 
desalojos, el autoritarismo -hoy llamado “mano dura”- como método para 
gobernar;  y la política de 
seguridad que privilegia el señalamiento y estigmatización de las luchas 
sociales, campesinas y estudiantiles para esconder problemáticas que tienen 
raíces profundas y estructurales.
Hoy, en el día nacional contra la desaparición forzada en Guatemala, 
observamos con preocupación cómo desde el poder político, económico, mediático y 
militar se intenta cubrir con una política de olvido la verdad de estos hechos, 
la verdad de lo ocurrido con los más de 45 mil mujeres, hombres, niños y niñas 
desaparecidas/os.  
Es evidente que, aunque se han conseguido avances importantes en la 
judicialización de algunos de los responsables, aumenta la deuda histórica que 
el Estado tiene con las personas desaparecidas y sus familiares, pues se instala 
el olvido negando los hechos y se utilizan medidas como la muerte presunta para 
asegurar la impunidad y aumentar las condiciones de vulnerabilidad de las 
familias.   
Se pretende borrar la historia como se pretendió poner en “ninguna 
parte” a nuestros padres, madres, hijos e hijas, compañeros; a sus luchas, sus 
ideas y sus sueños. Sin embargo, ante la amnesia cínica de los represores, 
salimos al paso con nuestros manos que construyen, tejemos la memoria con los/as 
desaparecidos/as; ellas y ellos están en la sabiduría de este pueblo que resiste 
al sometimiento, en los que luchan por la tierra, en la dignidad de quienes 
alzan su voz contra los genocidas. Los desaparecidos y desaparecidas son la 
semilla de la que nace la rebeldía, ellos y ellas están en todas partes. 
 
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